Un país llamado Alfredo Sosabravo

Obra en portada Final de la fiesta, collage sobre acrílico, 100 x 70 cm.
Obra en portada Final de la fiesta, collage sobre acrílico, 100 x 70 cm.

La pintura significó una revelación, un acto que debía consumarse en el lienzo lo antes posible. Alfredo Sosabravo transitaba por sus fecundos 20 años cuando descubrió al gran Wifredo Lam y su potente carga pictórica llena de símbolos, misticismos y deidades que se mezclan entre sí con una fuerza artística estremecedora.

El joven de Sagua La Grande (Villa Clara), la misma tierra donde nació Lam había cursado estudios de piano y luego probó suerte como escritor de cuentos que aparecieron publicados en el Diario de La Marina. Pero aquellos colores con sus infinitas posibilidades para la creación llegaron demasiado lejos en su mente.

El curso nocturno de la Academia de Bellas Artes de San Alejandro donde aprendió modelado en barro, dibujo natural y geometría fue su única escuela, lo demás fue puro talento y sobre todo fuerza de voluntad; la idea rectora del triunfo resultó caldo de cultivo en los comienzos y ahora cuando ya es un todo un imprescindible en las artes visuales de Cuba tampoco abandona el hábito de no parar, aunque el éxito se asentó en su vida desde hace tiempo.

A ciencia cierta, ¿qué significa ese universo llamado Sosabravo?

“De la mano de Alfredo Sosabravo la infancia se transmuta y se convierte en la vida entera. Él está más cerca que ningún artista cubano de todo lo que olvidamos al hacernos mayores o adultos. Su obra viaja al centro de la llamada edad de oro, esa zona ignota en la que crecimos alguna vez y que cuando pensábamos que ya era un lugar cómodo para residir, nos vimos arrastrados inexorablemente al vértigo de la juventud”, explicó hace algún tiempo el crítico de arte e investigador Rafael Acosta de Arriba en la presentación del catálogo Sosabravo sobre papel producido por el sello Collage Ediciones.

El poder de sus obras reside en la alegría que transmiten, en su carga empática y en su capacidad de interacción como si las conociéramos desde siempre. Sosabravo se adentra en ojos de terceros como una sinfonía de colores que no tiene fin. Aparecen personajes que van y vienen, hay música, juegos, plantas, figuras exóticas en paisajes capaces de sacarnos de la obstinante rutina.

Un mundo para los sentidos, un camino donde el verde, el azul, el amarillo y el rojo y el rosado nos hablan de la noche, de la selva, de las flores y de carismáticos personajes con un lenguaje que, como una radiografía, nos devuelve las esencias de las que estamos hechos. El creador nos invita a contemplar el lado positivo de las cosas.

Trazo a trazo, el artista concede volumen a su propuesta para a adentrarnos en sus cuadros, en sus cerámicas o en sus grabados, el formato no importa si la felicidad misma reside, allí, tan cerca de nosotros.

Al inicio de su carrera, el Premio Nacional de Artes Plásticas temió ser confundido con un artista naif y precisamente ese sello de ingenuidad es su condición pictórica más distintiva. Sabemos de su carácter afable, de sus ojos de niño, de su frescura natural vista en su personalidad, son elementos que también se aprecian en su sentir creativo, pero hay algo más, algo que dicen sus personajes de tan solo mirarlos: como quien sabe de su belleza y no teme mostrarla, sus personajes evidencian sentirse a gusto con sus escenarios, con sus mismos actos, en otras palabras, no existe señales de duda o sutilezas de inquietudes, más bien cada “suceso” artístico reflejado es disfrutable al máximo.

Hombres que dominan las aves en pleno vuelo, mujeres perdidas en la manigua o incontables actos de magia son algunas de las aventuras del artista, que hemos asumido como nuestras una y otra vez, y a las que habrá que regresar con mayor frecuencia, más en estos tiempos tan complejos, porque allí, en ese mundo, la alegría no tiene límites.